Nuestro objetivo es que a través de la palabra de Dios, cada uno de los hogares de Honduras y a nivel mundial puedan ser llenos del Espíritu Santo y así poder restaurar hogares y por ende países enteros, presentando no una religión sino un estilo de vida en el Señor Jesucristo.
La teología del morir no habla de pérdida, sino de transformación; es el camino donde el ego se rinde, la voluntad se alinea y la vida de Cristo se manifiesta con poder. Morir a nosotros mismos es permitir que Dios gobierne nuestros deseos, decisiones y caminos, entendiendo que solo cuando dejamos de vivir para nosotros, comenzamos a vivir para Su propósito. Allí, en esa entrega diaria, nace una fe madura, un carácter firme y una vida que realmente da fruto.
Las cadenas financieras no solo atan recursos, muchas veces intentan oprimir la fe, la paz y la confianza en Dios. Pero cuando reconocemos que Él es nuestra fuente y no el sistema, algo comienza a romperse. Al rendir nuestras finanzas al Señor, aprender a administrar con sabiduría y caminar en obediencia, Su provisión trae orden, libertad y descanso al corazón. Porque donde Dios gobierna, ninguna cadena permanece.
La mesa equivocada es aquella que aparenta satisfacción pero termina debilitando el corazón y desviando el propósito. No todo lugar que ofrece alimento nutre el espíritu, ni toda invitación produce vida. Por eso es necesario discernir dónde nos sentamos, qué voces escuchamos y qué decisiones estamos alimentando, entendiendo que la mesa que elegimos puede marcar el rumbo de nuestra fe, nuestra identidad y nuestro futuro.
El legado de la mesa no se limita a un momento, sino a una herencia espiritual que se transmite de generación en generación. En la mesa se forman valores, se restauran relaciones y se afirma la identidad del pueblo de Dios. Allí aprendemos a honrar, a agradecer y a caminar en obediencia, entendiendo que lo que Dios imparte en ese lugar permanece, transforma y deja una huella que continúa mucho después de levantarnos de ella.
La ministración de la mesa es más que un acto simbólico; es un encuentro donde Dios trata con el corazón, restaura la identidad y renueva el pacto. En la mesa hay perdón, provisión y dirección; allí el Señor ministra sanidad, afirma promesas y despierta gratitud. Cada vez que nos acercamos con un corazón humilde, Su presencia nos recuerda que no estamos solos y que Su gracia sigue obrando con poder en medio de Su pueblo.
El clamor no es solo una oración intensa, es una respuesta del corazón que reconoce su necesidad de Dios. Cuando clamamos con fe y humildad, algo se activa en el cielo y se manifiesta en la tierra. La solución no nace en la desesperación, sino en la confianza de saber que Él ya tiene la respuesta preparada; el clamor simplemente la pone en movimiento.
El ayuno nacional es un llamado a detenernos, a dejar a un lado nuestras fuerzas y a volver el corazón a Dios como una sola voz. Es un tiempo para humillarnos, alinearnos y reconocer que solo Él puede sanar, restaurar y guiar nuestra nación. Cuando un pueblo decide buscar al Señor con sinceridad, el cielo responde con misericordia, dirección y esperanza, porque donde hay unidad, arrepentimiento y fe, Dios vuelve a levantar la tierra.
Nacidos en el desierto no significa destinados a morir en él, sino formados en medio de la escasez, el silencio y la dependencia total de Dios. Es en ese lugar donde Él nos enseña a escuchar Su voz, a confiar sin ver y a caminar guiados por Su presencia. El desierto no nos define como final, sino como proceso: allí se forja el carácter, se purifica la fe y se despierta un pueblo que aprende a vivir no por lo que tiene, sino por Aquel que lo sostiene.
La palabra viva no se queda en letras, sino que entra al corazón y transforma lo que toca. Es luz que revela, fuerza que sostiene y verdad que permanece aun cuando todo cambia. Cada vez que Dios habla, algo se despierta dentro de nosotros: la fe toma rumbo, el alma encuentra descanso y el espíritu vuelve a respirar. Su palabra está viva… y por eso sigue dando vida.
La ministración sacerdotal es ese momento en el que Dios se acerca a lo profundo del corazón y empieza a ordenar, sanar y encender lo que estaba apagado. No se trata solo de un acto espiritual, sino de permitir que Su presencia trate con nuestras cargas, nos recuerde identidad y nos cubra con Su misericordia. En ese ambiente sagrado, el Señor revela lo que debe ser restaurado, afirma lo que Él habló sobre nosotros y nos equipa para caminar con un corazón limpio y con manos dispuestas para servir. Allí, donde Él ministra, hay dirección, hay vida y hay un propósito que vuelve a resplandecer.
La palabra viva de Dios está viva porque no es un recuerdo ni un relato antiguo, sino una voz que sigue alumbrando, corrigiendo, fortaleciendo y despertando nuestro corazón cada día. En medio de dudas, procesos o cansancio, Su palabra llega con la luz exacta, el consejo preciso y la promesa que sostiene. Nada de lo que Dios ha dicho pierde fuerza; cada verdad que Él habló sigue creando vida, orden y dirección en quienes la creen. Su palabra vive… y cuando la recibimos, también nosotros volvemos a vivir.